El Agua que calló – La leyenda del manantial del Castillo de San Vicente 6/6
6. Castillo de San Vicente (Siglo XIII)
Soy el Castillo de San Vicente, y mis cimientos reposan sobre las raíces del tiempo. Nací sobre una antigua atalaya islámica, heredero de torres y silencios que los vientos aún murmuran en la Sierra de San Vicente. He resistido tormentas, asedios, olvidos… pero lo más valioso que guardé nunca fue un secreto de agua y vida.
En el corazón de mis muros, escondido tras una sala sin nombre, brotaba un manantial puro y milagroso. Su agua no era común: clara como el alba y fresca incluso bajo el sol de agosto, tenía la virtud de sanar heridas, aliviar males y devolver la juventud a quien bebiera de ella con fe sincera.
Nadie sabe de dónde venía. Algunos decían que surgía de una veta sagrada que conectaba con el alma de la sierra. Otros, que fue regalo de un ángel errante, como pago por haber dado refugio a un niño perseguido siglos atrás. Lo cierto es que su poder era real, y su existencia, guardada como el mayor de los secretos.
Los monjes del convento cercano lo conocían. Algunos nobles, también. Llegaban de noche, en silencio, guiados por antorchas cubiertas. Bebían, sanaban… y se iban. Nunca una palabra, nunca una moneda. Solo respeto.
Pero el hombre no sabe guardar milagros sin ensuciarlos.
Con el tiempo, la ambición hizo grietas más hondas que el agua. Alguien habló más de la cuenta. Alguien vendió un frasco. El manantial, que había brotado sin pedir nada, comenzó a fluir más lento, más frío, más triste. Hasta que un día, sin aviso ni temblor, se secó.
Silencio.
Ni una gota.
Ni un hilo.
Desde entonces, muchos han bajado a buscarlo. Excavadores, brujos, eruditos… todos regresan con las manos vacías. Solo yo, que lo guardé durante siglos, puedo oír aún, en las noches más calladas, un eco húmedo, como un latido subterráneo. Tal vez el manantial no se ha ido… solo espera.
Espera al alma noble que beba no por curarse, sino por cuidar.
Y hasta que llegue ese día, permaneceré aquí, entre zarzas y piedras, mirando al horizonte como un centinela dormido.
Soy el Castillo de San Vicente.
Y bajo mis piedras, aún late el milagro que un día fue agua.
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