En el número 2 de aquella calle estrecha del pueblo, vivían Rosario y Antonio, dos abuelitos que habían pasado toda su vida entre esas paredes de piedra y cal.
Dentro, el fuego crepitaba siempre en la chimenea, llenando el aire con el aroma a leña y el chisporroteo que acompañaba sus silencios. Sobre la pared blanqueada, Rosario colgaba sus platos de cerámica, pintados a mano con flores azules y escenas del campo.
Por las tardes, cuando el sol comenzaba a esconderse tras los montes, Antonio y Rosario salían a la puerta con sus garrotas, apoyándose uno en el otro. Se sentaban en un banco de piedra a mirar pasar la vida: algún vecino que saludaba, el ladrido de un perro lejano, el aire que olía a tomillo.
Antonio solía decir, con una sonrisa bajo su boina:
Y ella, acomodándose el chal sobre los hombros, respondía:
Así seguían, día tras día, guardando en su casa humilde toda la calidez del mundo.
El frío se colaba por las callejuelas empedradas de Toledo, como una cuchillada invisible. En la Plaza de Zocodover, envuelta en un chal raído que había perdido el color y la esperanza, una anciana mantenía viva una lumbre pequeña dentro de un brasero de hierro ennegrecido. Las brasas "chisporroteaban", y el humo dulce de las castañas asadas se mezclaba con el aire húmedo del invierno.
Se llamaba Dolores, aunque nadie la llamaba por su nombre. Para los transeúntes apresurados, era simplemente la castañera. La veían siempre en el mismo rincón, junto al muro donde menos soplaba el viento, con las manos agrietadas por el frío y la pobreza. Las castañas, brillantes y calientes, eran su único sustento, y las envolvía con cuidado en cucuruchos de hojas de periódico. A veces se quedaban impresas en los dedos de los niños letras torcidas de noticias viejas, como si la tinta también quisiera calentarles las manos.
Dolores tenía los ojos gastados, de mirar demasiado tiempo sin ver nada nuevo. Cada madrugada bajaba desde su barrio con un cesto de castañas y un brasero atado con una cuerda. Caminaba despacio, porque las rodillas ya le dolían y los zapatos —unos que habían sido de su difunto marido— dejaban pasar la humedad. No tenía a nadie esperándola en casa, solo un puchero vacío y un silencio espeso.
A veces, cuando el frío era demasiado cruel y las ventas pocas, se quedaba mirando las luces del Café Toledo, donde las risas y el calor se derramaban por los cristales empañados. Entonces se decía, bajito:
—No hay mal que cien años dure, Lola… aunque a mí ya casi me ha durado.
Algún alma caritativa le dejaba unas monedas de más, o le traía un trozo de pan. Pero la mayoría pasaba sin mirarla. Y cuando caía la noche, recogía las castañas que no había vendido —ya frías, ya tristes— y se las guardaba en los bolsillos para la cena.
El brasero se apagaba poco a poco, y el humo se perdía por encima de la plaza. En la oscuridad, Zocodover seguía viva, pero ella no. Ella se quedaba quieta, con la mirada perdida en las luces lejanas del Alcázar, sintiendo que cada chispa que moría en el carbón era un día menos de su vida.
Al amanecer, cuando los primeros transeúntes pasaban camino al trabajo, volvían a verla allí, con su brasero encendido, su cesta de castañas y sus cucuruchos de periódico. Como si el tiempo no pasara por ella.
Pero en el fondo, cada día, un poco de Dolores se apagaba con las brasas.
El paraguas del Mirador
En el Mirador del Valle, Toledo suspira,
entre piedras doradas que el Tajo admira.
Allí, bajo un cielo de junio y promesa,
un paraguas gris guardó la pureza.
Fue testigo discreto de un beso primero,
de dos corazones, temblor y lucero.
Cubrió sus latidos de lluvia y de rayo,
y al sol del estío les dio su atalaya.
Con cada tormenta volvió su memoria,
de risas y manos tejió su historia.
Un día, al contarla con voz de tela,
el viento —travieso— rompió su novela.
Se alzó con un giro sobre el horizonte,
cruzó los olivos, rozó los montes.
Y allá, sobre el Tajo de espejos dormidos,
se fue navegando, sin ser perdido.
Dicen que aún vuela, sobre la ciudad vieja,
que toca el Alcázar cuando el alma deja,
y que si te asomas al valle callado,
se oye un suspiro, de amor alado.
Bajo la luna y el acantilado
Sobre el filo del mundo, el acantilado sueña,
mecido por el canto profundo del mar.
Allí la luna, reina serena,
derrama su plata en el agua sin par.
Un barco de vela, silencioso y leve,
cruza la estela del claro fulgor;
sus velas, de espuma, parecen un breve
suspiro perdido en la noche y su ardor.
El mar, azul espejo del cielo,
guarda en su seno la luz inmortal,
y el viento —pintor sin consuelo—
traza caminos de espuma y cristal.
Y el acantilado, testigo y centinela,
ve alejarse el navío hacia la ilusión,
mientras la luna, fiel centella,
besa las olas con devoción.
En una noche en la que el mar ruge con fuerza y el viento silba su canto más antiguo, una farola solitaria se alza sobre las rocas, firme ante la furia de las olas.
No teme a la tormenta ni a la noche profunda, porque su misión es clara: ser faro y consuelo, promesa y destino.
Cruje la tierra bajo mis pasos lentos,
susurra el bosque en tonos de cobre y miel.
El aire, tibio, lleva los acentos
de hojas que bailan antes de caer.
El sol se cuela entre ramas doradas,
pinta de fuego el musgo y el rincón;
todo parece en calma, y las miradas
se llenan de un dulce atardecer en flor.
Caen las hojas —lentas, cansadas—,
como recuerdos que el viento deshizo,
y el bosque, en su voz apagada,
guarda promesas de nuevo inicio.
Bajo el oro que cubre la senda,
duerme la vida, callada, fiel;
y en el silencio, el alma se enmienda
entre el susurro del tiempo y su piel.
Cae la nieve, suave y callada,
como un suspiro que el cielo regala.
La ciudad viste un manto de invierno,
y el tiempo se adormece, tierno.
La carreta blanca cruza el camino,
dos caballos dibujan su destino.
Entre columnas, mármol y calma,
resuena el eco de otra alma.
Nieva en el aire, nieva en la historia,
nieva en los sueños, nieva en la memoria.
Y en cada copo que al suelo desciende,
un instante eterno, fugaz, se enciende.
🌸 El estanque de los nenúfares
El sol se despide lentamente, dejando su rastro dorado sobre el espejo del agua. En el silencio del atardecer, el estanque respira, sereno y lleno de vida. Las hojas de los nenúfares flotan como pequeños mundos verdes, extendidas con la gracia de quien no teme al paso del tiempo.
Entre ellas, las flores abren sus pétalos, rosados y suaves, como si despertaran de un sueño que el día les prestó. Algunas aún guardan su secreto en el capullo, esperando el instante perfecto para mostrarse al sol.
El agua murmura historias antiguas, reflejando el cielo y las copas de los árboles que custodian su orilla. Todo parece detenido: el aire, el reflejo, el pensamiento. Solo el brillo del sol, que se apaga entre los lirios, recuerda que el mundo sigue girando.
En este rincón del tiempo, el alma encuentra reposo. Cada hoja que flota, cada flor que respira, es un suspiro del universo… un recordatorio de que la belleza no grita: simplemente existe, callada, en el corazón del agua.
Yo, la furgoneta
Me llamo “Aurora”, aunque nunca lo pronunciaron así los primeros que me compraron. Fui construida en 1953, parte de la línea de la Citroën 2 CV Furgoneta, ese vehículo modesto, confiable, sencillo, ideal para quien necesitaba moverse ligero por la posguerra.
Mi llegada
Recuerdo el día en que mis ruedas nuevas tocaron el asfalto por primera vez: un industrial de pueblo me adquirió para transportar productos al mercado, cajas, sacos, herramientas. Mis vigas rectas y mi motor pequeño —pero resistente— eran perfectos para rutas rurales, calles estrechas, descampados abruptos. Me tenían como “la de siempre”, “la que nunca falla”.
Años de trabajo
Durante años fui compañera de madrugones. Me cargaron desde pan hasta madera, desde pescado hasta chatarra. Sentía cómo mis amortiguadores trabajaban, cómo subía por caminos que no parecían caminos. En los inviernos, el arranque costaba un poco más, pero ahí estaba yo, fiel. Mi chapa, mis faros regulables, mi peso al vacío —510 kg— eran signos de que estaba hecha para la sencillez.
Vi mercados mañaneros, vi cómo se llenaba la furgoneta, vi cómo se vaciaba. Escuché el rugido suave de mi motor de dos cilindros, acompañando el amanecer en carreteras de tierra. Me sentí útil, respetada, parte del pulso del pueblo.
El paso del tiempo
Pero el mundo cambió. Las carreteras se hicieron más rápidas, los vehículos más grandes, los negocios exigentes. Yo continué, aunque ya con algunas marchas menos, algunos tornillos flojos, la pintura gastada por el sol. Aun así, seguí. Me sacaron a la calle un día y otro, le di vueltas a mis ruedas, transporté lo que quedaba que transportar.
El abandono
Finalmente, ocurrió: un día ya no me necesitaban. Me estacionaron junto a la pared de un pajar... como “esa vieja”, con cariño quizá, pero sin propósito. Mis puertas se cerraron para largos silencios, mi motor descansó por semanas, meses… Luego años. El polvo se asentó, unos cuantos charcos recogieron lluvia en mi techo. Las hojas de otoño se acumularon en mis ruedas.
Y allí estoy, quieta, viendo cómo cambia la luz, cómo pasa la gente. Recuerdo mis viajes, mis cargas, mis ruedas girando al amanecer. Me pregunto: ¿volverán a arrancarme? ¿Alguien recordará mi nombre? Mientras tanto, escucho el viento, siento el metal que se enfría, y guardo mis historias. Porque aunque no ruede ya, sigo siendo aquella furgoneta que alguna vez transportó sueños.
VÍDEOS FINALES 2








































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