Reyes, frailes, ceramistas, toreros, artistas, escritores y poetas (El Prado... un lugar donde la historia jamás termina) - Talavera de la Reina (Toledo)
Un relato que entrelaza personajes, con un aire casi de sueño donde los tiempos se confunden, y la historia de Talavera se hace presente en los Jardines, la Basílica del Prado y La Caprichosa...
Cerca del altar mayor de la Basílica, se distinguía la figura de la Reina Isabel la Católica, que rezaba de rodillas, susurrando plegarias por Castilla.
En los Jardines del Prado, el aire parecía detenido entre siglos.
El sol de la tarde caía sobre los Jardines del Prado, y el murmullo de la fuente parecía dar voz a siglos de memoria.
Entre los setos geométricos apareció el joven rey Liuva II, con sus vestiduras regias y un brillo extraño en los ojos, avanzaba despacio con una pequeña talla de madera en sus manos: la imagen de la Virgen del Prado, oscura y antigua, como salida del mismo tronco del tiempo.
Sus ojos brillaban con devoción, como si la madera misma respirara.
En su caminar se cruzó con Felipe II, de porte regio y semblante grave. El monarca se detuvo, miró la talla y con voz profunda declaró:
—Amigos... la Basílica de Nuestra Señora del Prado es la reina de las ermitas
Un viento fresco recorrió la arboleda. Entonces, desde la fuente central, un murmullo se alzó junto a la fuente que brillaba bajo el sol.
Con gesto de arquitecto inspirado, exclamó:
—Con su capilla mayor y su característica cúpula...
Era Fray Lorenzo de San Nicolás, que se erguía con su hábito franciscano, señalando con la mano la silueta blanca de la Basílica, que parecía flotar entre naranjos en flor.
Después alzó los brazos como si en aquel instante la cúpula se levantara de nuevo, fresca, resplandeciente.
En ese mismo momento, el trote apresurado de un burro interrumpió la escena. Un ceramista talaverano pasaba con su carro cargado de loza talaverana, adornada de azules profundos.
Mientras tiraba de las riendas, su voz alegre entonaba un canto que se mezclaba con el repiqueteo de las campanas:
🎶
Con mi burro y mi carro yo cruzo el mar,
llevo jarras de Talavera pa’ recordar,
loza pintada de cielo y azahar,
hasta las Américas quiero llegar.
🎶
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Con mi burro y mi carro yo cruzo el mar,
llevo jarras de Talavera pa’ recordar,
loza pintada de cielo y azahar,
hasta las Américas quiero llegar.
🎶
Los sonidos de martillos y buriles resonaban no muy lejos... junto a la Fuente de las Ranas, varios operarios trabajaban con paciencia. Bajo la atenta mirada de Juan Ruiz de Luna y Francisco Arroyo, iban colocando azulejos uno a uno.
—Con cuidado... que no tengamos que hacer una pieza de nuevo — les advertía Ruiz de Luna, con voz firme pero cargada de ternura por su arte.
—Con cuidado... que no tengamos que hacer una pieza de nuevo — les advertía Ruiz de Luna, con voz firme pero cargada de ternura por su arte.
Al fondo, en la sombra de los pinos, se oían voces de toreros. Era Joselito con su traje corto y gesto serio que, rodeado de jóvenes diestros talaveranos, señalaba con el dedo la Plaza de Toros de la Caprichosa:
—No hay torero que esté a salvo frente a un toro bravo... ¡Quién me lo iba a decir a mí con veinticinco años...!
En ese instante, como si respondiera a sus palabras, apareció el toro “Bailador”, pastando tranquilo en los Jardines, disfrutando del césped húmedo que los aspersores acababan de regar.
No lejos de allí, se escuchaba el sonido de una guitarra. Era Lope de Vega, sentado en un banco de piedra, improvisando unos versos en honor a la Virgen del Prado, mientras un grupo de damas y caballeros escuchaban atentos.
Miguel de Cervantes observaba con gesto de sorpresa... los murales de azulejería del pórtico de la Basílica de Nuestra Señora del Prado», que relataban las glorias de España, como si las imágenes hablaran a cada visitante en su propio lenguaje.
Un grupo de niños corría entre las avenidas arboladas, y entre ellos se distinguía la figura joven de un aprendiz de pintor: El Greco, que aún desconocía la grandeza de su destino, dibujaba en un cuaderno la luz que se filtraba entre las ramas.
En el lateral de la Basílica ante una imagen de la Virgen del Prado, una mujer vestida de negro rezaba con fervor.
Nadie parecía advertir que era La Beata Ana de San Bartolomé, quien, tras largos viajes, había venido a rendir sus oraciones allí.
Y en un rincón cercano, bajo la sombra fresca, un anciano con bigote espeso, Benito Pérez Galdós, escribía en su libreta mientras murmuraba:
—Aquí hay materia de inmortalidad... un cruce de tiempos, de hombres y de fe.
La campana de la Basílica sonó entonces con eco profundo. Y todos —reyes, frailes, ceramistas, toreros, artistas y poetas— alzaron la vista hacia la cúpula brillante, como si el Prado fuese un lugar donde la historia jamás termina, sino que se reinventa en cada paso
Y en un rincón cercano, bajo la sombra fresca, un anciano con bigote espeso, Benito Pérez Galdós, escribía en su libreta mientras murmuraba:
—Aquí hay materia de inmortalidad... un cruce de tiempos, de hombres y de fe.
La campana de la Basílica sonó entonces con eco profundo. Y todos —reyes, frailes, ceramistas, toreros, artistas y poetas— alzaron la vista hacia la cúpula brillante, como si el Prado fuese un lugar donde la historia jamás termina, sino que se reinventa en cada paso
Para saber más...
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David Miguel Rubio
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