Capítulo de Don Quijote en Talavera de la Reina
En un claro amanecer, cuando el sol apenas despuntaba sobre las aguas del río Tajo, don Quijote y su fiel escudero Sancho Panza cabalgaban con ánimo firme hacia Talavera de la Reina, villa de gran renombre por su pasado glorioso y sus maravillas en cerámica.
—Decidme, Sancho —preguntó el caballero de la triste figura—, ¿no habéis oído hablar de esta ilustre ciudad, que en tiempos antiguos llamaban Caesarobriga, y que algunos otros nombraban Talabriga, por ser morada de los vetones?
—Por mi fe, señor —respondió Sancho—, de oídas la conozco, que dicen ser tan rica en historia como en sus platos y azulejos. ¡Y qué bien me vendría un buen puchero talaverano para alegrar el !
Al entrar en la villa, don Quijote quedó maravillado ante los murales cerámicos que adornaban las calles, narrando hazañas de reyes y santos. Al pasar por la plaza del reloj, oyó hablar de las antiguas fiestas de Las Mondas, celebradas en honor a la Virgen del Prado, patrona de la ciudad, cuya imagen descansaba en la venerable Basílica de Nuestra Señora del Prado.
—Ved, Sancho —dijo don Quijote, señalando las imponentes murallas y las torres albarranas—, estos muros son testigos de antiguas batallas, cuando el gran Abderramán III quiso dominar estas tierras, y aun así, el espíritu cristiano prevaleció.
—Mucho sabéis, señor mío —dijo Sancho—, aunque no veo moros en estos tiempos, que más miedo me dan los alguaciles.
Continuaron su camino por la Calle Corredera del Cristo, hasta llegar al Convento de las Madres Carmelitas, donde una monja, al ver la extraña figura de don Quijote, cruzó la puerta con diligencia. Más adelante, en la Iglesia de Santa María La Mayor (La Colegial), el caballero se persignó, jurando defender la fe y el honor de las damas tan firmemente como antaño lo hicieran los caballeros de la orden de Santiago.
Llegados al Parque de la Alameda, Sancho sugirió descansar bajo la sombra de los árboles, más don Quijote, encendido en ansias de aventura, no quiso detenerse. Pasaron junto a la Iglesia de San Andrés y volviendo, divisaron a lo lejos el Templete del Camino Real a Guadalupe, creyó ver un castillo encantado.
—¡Deteneos, villanos encantadores! —gritó, arremetiendo contra unas pacíficas mulas que pastaban.
Sancho, acostumbrado ya a los desvaríos de su señor, lo dejó correr hasta que, cansado y lleno de polvo, volvió a sus sentidos. Y así, entre aventuras imaginarias y anhelos de gloria, don Quijote prosiguió su camino por la Ciudad de la Cerámica, donde cada esquina susurraba leyendas de un pasado glorioso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario