El anciano subió despacio hasta el mirador de la carretera que trepa hacia la Sierra de San Vicente. Cada paso era una conversación con sus rodillas, cada respiración un acuerdo silencioso con el tiempo.
El valle se abría como un libro antiguo. Los pueblos, pequeños y blancos, parecían los mismos de siempre, aunque él sabía que no lo eran. El aire olía a tomillo y a piedra caliente, y ese olor —ese maldito olor— fue la llave.
Volvió a ser niño.
Se vio corriendo por las calles de tierra de su pueblo, con las rodillas peladas y el sol quemándole la nuca. Oyó las voces de su madre llamándolo a comer, la risa grave de su padre al caer la tarde, el murmullo constante de la casa llena. Todo estaba allí… y al mismo tiempo no estaba.
Recordó a sus amigos: los de siempre, los que juraron no irse nunca. Uno marchó a la ciudad, otro cruzó el mar, otro se quedó bajo una lápida demasiado joven. Recordó juegos que parecían eternos y promesas hechas sin saber que el tiempo escucha y luego cobra.
Su familia fue apareciendo como sombras cálidas.
El anciano cerró los ojos. La nostalgia, que al principio era un abrazo suave, se transformó en un peso. Recordar dolía porque ya no había a quién volver. El pueblo seguía allí, sí, pero ya no lo esperaba nadie.
Abrió los ojos de nuevo. El mirador seguía siendo un mirador, la sierra seguía en pie, el mundo continuaba. Solo él estaba un poco más solo.
Antes de marcharse, dejó que una lágrima cayera sin vergüenza. No era tristeza solamente: era amor acumulado, buscando salida.
Luego dio media vuelta y comenzó a bajar, despacio, como quien regresa de un lugar al que ya no se puede volver.

































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