Un grupo de personas se reúne en torno a la fuente: mujeres, hombres, niños… Todos envueltos en ropas sencillas, algo raídas, buscando el agua que en aquellos días era tesoro y necesidad. Un muchacho inclina su cuerpo hacia el surtidor, llenando un cántaro con gesto concentrado, mientras otros aguardan su turno sin quejas, acostumbrados a la dureza cotidiana.
Hay miradas que hablan sin palabras: la mujer que carga a un niño pequeño, la niña que observa desde un lado con expresión seria, los vecinos que conversan en voz baja para ahuyentar el frío.
Al fondo, un vehículo militar y unos soldados recuerdan que la vida transcurre bajo la sombra de la guerra.
La fotografía conserva la dignidad de aquella gente sencilla, que en la dureza encontró fortaleza, y en la escasez, comunidad.
en blanco y negro
La imagen muestra una calle estrecha y empedrada de Toledo, flanqueada por viejos muros de ladrillo y balcones de hierro forjado desde los que algunas personas observan la escena.
En primer plano, un hombre empuja una carretilla con varias tinajas de barro, mientras a su lado un niño sujeta un burro cargado con haces de leña.
Al fondo, otro hombre se recorta contra la entrada de un edificio antiguo de portada adornada. La calle respira silencio, trabajo y una vida humilde que avanza despacio entre sombras y piedras.
Poesía de una calle toledana
En la calle angosta, de piedra y susurro,
pasan vidas cansadas al ritmo del burro,
y desde los balcones, miradas en vuelo
dibujan memorias que guarda el anhelo.
Tinajas de barro, sudor en la frente,
un niño sostiene lo que el día le presente,
y el hombre que empuja su carga callada
lleva en cada paso la historia cansada.
Toledo respira su tiempo detenido,
un eco de voces que nunca se ha ido;
entre muros viejos y cielo encendido,
la vida transcurre, humilde y sentido.
Recuerdo aquellas tardes en las que el sol bajaba despacio por las cuestas de Toledo y nosotros, los críos del barrio, corríamos por las calles empedradas con nuestras pistolas de juguete, sintiéndonos los héroes más valientes del mundo. No importaba que las casas fueran antiguas ni que las piedras nos rozaran las rodillas cuando caíamos: la ciudad entera era nuestro escenario, nuestro campo de aventuras.
Vivíamos junto al Palacio de los Andrada, que para mí no era un edificio histórico, sino una fortaleza secreta desde la que vigilábamos al “enemigo”, que casi siempre eran mis amigos de enfrente. Cada rincón tenía un misterio, cada sombra una historia. A veces nos parábamos a escuchar los ecos de nuestros pasos, imaginando que eran los de guerreros, reyes o viajeros que habían pasado por allí siglos atrás.
Toledo era nuestro refugio, un lugar donde los tres mundos —cristiano, judío y musulmán— parecían mezclarse sin que nosotros lo entendiéramos, pero lo sentíamos. Yo corría sin saber de libros ni de museos; solo sabía que mi ciudad era especial, que tenía magia.
Y mientras jugábamos, riendo y disparando “pum, pum” al aire, yo pensaba que la infancia debía ser eso: libertad, imaginación y aquellas calles viejas que me enseñaron a soñar. Hoy, cuando cierro los ojos, aún puedo verme allí, con mi pistola de plástico en la mano, creyendo que nada malo podía ocurrir en la Ciudad de las Tres Culturas.
(Imágenes en blanco y negro)














































































































