Atravesamos los campos secos hacia el sur, donde decían que los almohades alzaban su estandarte con soberbia. Yo creía que iba a enfrentar soldados, hombres de armas como yo, pero en las aldeas encontré humo, cadáveres… y llanto. No eran infieles los que yacían en los caminos, sino mujeres desmembradas, niños con los ojos abiertos y sin aliento. Los nuestros lo habían hecho, los que decían combatir por Cristo.
Una mañana, en el campamento, vi a un joven escudero vomitar después de ver a un anciano carbonizado en una choza. Le puse una mano en el hombro. No supe qué decirle. ¿Cómo se explica la sangre en las manos cuando uno creyó vestir la cruz por justicia?
Cada día aborrezco más lo que veo. Me revuelven las tripas las órdenes que bajan de lo alto, de quienes no pisan el barro ni oyen los gritos. Nos usan como carne, como hierro sin alma. Y aún tienen el descaro de llamarlo sagrado.
Maldigo a quienes nos envían sin piedad, maldigo sus promesas huecas de gloria y cielo. No hay gloria en matar inocentes. No hay cielo al final de este sendero. Solo queda el polvo, la sangre… y el silencio.
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