Me llamo chimenea, y llevo más de cien inviernos respirando el humo y el calor de esta casa toledana. Mi ladrillo está ennegrecido por los años, pero también guardo el brillo de tantas risas, susurros y brasas encendidas.
He visto pasar generaciones enteras, desde los abuelos de los abuelos hasta los niños de ahora, que ya casi no se sientan a mirarme. Antes, cuando el frío venía bajando de la sierra y el viento silbaba por las rendijas, todos se reunían a mi alrededor. La abuela echaba un tronco gordo, el abuelo removía las brasas con su badila, y los niños… ¡ay, los niños! Se pasaban horas jugando con un palo, removiendo la lumbre, viendo cómo las chispas subían como luciérnagas al cielo de mi garganta.
Recuerdo aquellos días como si el tiempo no hubiera pasado del todo. La calle era angosta, fresca en verano y sombría en las tardes de invierno. El eco de los cascos del burro sobre el empedrado resonaba entre las paredes de piedra, y el aire traía el olor a pan recién hecho y a leña quemada.
El portalón de madera que daba al arco parecía enorme entonces, casi sagrado. Decían que por allí habían pasado generaciones, y cada piedra guardaba secretos de quienes vivieron antes que nosotros.
Con su pañuelo blanco y fino,
bordado a mano con primor,
camina la niña del camino,
flor de Toledo, rayo de sol.
Luce su traje con alegría,
de cintas, puntillas y color,
orgullo lleva en la mirada,
herencia viva de su región.
El aire juega entre sus lazos,
su falda danza con el rumor
de los molinos y los campos
que guardan siglos de tradición.
Sueña con fiestas en la plaza,
con las campanas y el tambor,
con ser mujer entre las flores,
con seguir viva en su canción.
Su cántaro, firme en los brazos,
guarda el reflejo del corazón;
agua del pueblo, limpia y clara,
como su alma, sin pudor.
Le gusta el brillo de su pañuelo,
le gusta el nudo que le ató,
porque en él siente que la abraza
la historia vieja de su amor.
Niña lagarterana, sencilla,
con tu mirada y tu candor,
eres retrato de una Castilla
que vive en tela, en hilo y sol.
La imagen retrata una escena humilde, profundamente humana, que refleja la España de la posguerra: un país que, tras los años oscuros del conflicto, trataba de rehacerse con lo poco que tenía.
En aquellos años, muchas familias vivían en condiciones muy parecidas. Las casas eran sencillas, a menudo levantadas con las propias manos, con techos bajos y muros de piedra o adobe. No había comodidades: el agua se traía de la fuente, la luz era escasa, y el frío del invierno se combatía con mantas viejas y braseros.
La posguerra fue tiempo de escasez, pero también de ingenio y solidaridad. Se vivía con lo básico: un trozo de pan, un poco de aceite, unas patatas, y, si había suerte, algo de tocino.
En medio de aquella pobreza había, sin embargo, una fuerza callada: la esperanza de que el mañana sería mejor. La vida sencilla, dura pero auténtica, forjó una generación acostumbrada a luchar, a trabajar desde la aurora y a soñar sin tener casi nada.
Esta imagen es, en definitiva, un testimonio vivo de la España que sobrevivió con dignidad a la miseria, que aprendió a construir futuro con las manos vacías, y que, entre paredes desnudas y camas compartidas, supo mantener lo más importante: el calor humano y la fe en la vida.


















































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