Fotos con Nostalgia (La vida en blanco y negro) - Provincia de Toledo y más...
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Mi agradecimiento a:
Maibel Dorado
Jiménez García Curro
Jose Mascaraque Díaz
Julián Cano Iglesias (Editores de fotos gratis)
Libre Mente
Amigas traje Lagartera
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Recuerdo aquellos días como si el tiempo no hubiera pasado del todo. La calle era angosta, fresca en verano y sombría en las tardes de invierno. El eco de los cascos del burro sobre el empedrado resonaba entre las paredes de piedra, y el aire traía el olor a pan recién hecho y a leña quemada.
Desde mi balcón, cubierto de macetas con geranios y albahaca, solía ver pasar a los hombres con sus cargas y sus sombreros ladeados, siempre con prisa, siempre con algo que hacer.
El portalón de madera que daba al arco parecía enorme entonces, casi sagrado. Decían que por allí habían pasado generaciones, y cada piedra guardaba secretos de quienes vivieron antes que nosotros.
El portalón de madera que daba al arco parecía enorme entonces, casi sagrado. Decían que por allí habían pasado generaciones, y cada piedra guardaba secretos de quienes vivieron antes que nosotros.
Yo era joven, y soñaba con ver el mundo más allá de esa calle, pero ahora entiendo que en esos rincones, en esos sonidos y olores, estaba todo mi mundo.
Qué distintos parecen los días hoy, sin aquel rumor de voces y sin el sol que se filtraba, manso, entre las tejas y los balcones.
Con su pañuelo blanco y fino,
bordado a mano con primor,
camina la niña del camino,
flor de Toledo, rayo de sol.
Luce su traje con alegría,
de cintas, puntillas y color,
orgullo lleva en la mirada,
herencia viva de su región.
El aire juega entre sus lazos,
su falda danza con el rumor
de los molinos y los campos
que guardan siglos de tradición.
Sueña con fiestas en la plaza,
con las campanas y el tambor,
con ser mujer entre las flores,
con seguir viva en su canción.
Su cántaro, firme en los brazos,
guarda el reflejo del corazón;
agua del pueblo, limpia y clara,
como su alma, sin pudor.
Le gusta el brillo de su pañuelo,
le gusta el nudo que le ató,
porque en él siente que la abraza
la historia vieja de su amor.
Niña lagarterana, sencilla,
con tu mirada y tu candor,
eres retrato de una Castilla
que vive en tela, en hilo y sol.
La imagen retrata una escena humilde, profundamente humana, que refleja la España de la posguerra: un país que, tras los años oscuros del conflicto, trataba de rehacerse con lo poco que tenía.
La niña lagarterana
Con su pañuelo blanco y fino,
bordado a mano con primor,
camina la niña del camino,
flor de Toledo, rayo de sol.
Luce su traje con alegría,
de cintas, puntillas y color,
orgullo lleva en la mirada,
herencia viva de su región.
El aire juega entre sus lazos,
su falda danza con el rumor
de los molinos y los campos
que guardan siglos de tradición.
Sueña con fiestas en la plaza,
con las campanas y el tambor,
con ser mujer entre las flores,
con seguir viva en su canción.
Su cántaro, firme en los brazos,
guarda el reflejo del corazón;
agua del pueblo, limpia y clara,
como su alma, sin pudor.
Le gusta el brillo de su pañuelo,
le gusta el nudo que le ató,
porque en él siente que la abraza
la historia vieja de su amor.
Niña lagarterana, sencilla,
con tu mirada y tu candor,
eres retrato de una Castilla
que vive en tela, en hilo y sol.
La imagen retrata una escena humilde, profundamente humana, que refleja la España de la posguerra: un país que, tras los años oscuros del conflicto, trataba de rehacerse con lo poco que tenía.
En una pequeña habitación de paredes encaladas y techo de madera, cuatro niños comparten dos camas. No hay lujo, apenas abrigo, pero sí una sensación de unión y resistencia. La pobreza material contrasta con la dignidad silenciosa de sus rostros.
En aquellos años, muchas familias vivían en condiciones muy parecidas. Las casas eran sencillas, a menudo levantadas con las propias manos, con techos bajos y muros de piedra o adobe. No había comodidades: el agua se traía de la fuente, la luz era escasa, y el frío del invierno se combatía con mantas viejas y braseros.
En aquellos años, muchas familias vivían en condiciones muy parecidas. Las casas eran sencillas, a menudo levantadas con las propias manos, con techos bajos y muros de piedra o adobe. No había comodidades: el agua se traía de la fuente, la luz era escasa, y el frío del invierno se combatía con mantas viejas y braseros.
La ropa se heredaba de hermano a hermano, se remendaba una y otra vez, y los zapatos eran un tesoro que duraba hasta el último hilo.
La posguerra fue tiempo de escasez, pero también de ingenio y solidaridad. Se vivía con lo básico: un trozo de pan, un poco de aceite, unas patatas, y, si había suerte, algo de tocino.
La posguerra fue tiempo de escasez, pero también de ingenio y solidaridad. Se vivía con lo básico: un trozo de pan, un poco de aceite, unas patatas, y, si había suerte, algo de tocino.
Las madres hacían milagros para alimentar a los suyos, y los niños, como los de la fotografía, aprendían pronto el valor del esfuerzo y la importancia de compartir.
En medio de aquella pobreza había, sin embargo, una fuerza callada: la esperanza de que el mañana sería mejor. La vida sencilla, dura pero auténtica, forjó una generación acostumbrada a luchar, a trabajar desde la aurora y a soñar sin tener casi nada.
Esta imagen es, en definitiva, un testimonio vivo de la España que sobrevivió con dignidad a la miseria, que aprendió a construir futuro con las manos vacías, y que, entre paredes desnudas y camas compartidas, supo mantener lo más importante: el calor humano y la fe en la vida.
En medio de aquella pobreza había, sin embargo, una fuerza callada: la esperanza de que el mañana sería mejor. La vida sencilla, dura pero auténtica, forjó una generación acostumbrada a luchar, a trabajar desde la aurora y a soñar sin tener casi nada.
Esta imagen es, en definitiva, un testimonio vivo de la España que sobrevivió con dignidad a la miseria, que aprendió a construir futuro con las manos vacías, y que, entre paredes desnudas y camas compartidas, supo mantener lo más importante: el calor humano y la fe en la vida.






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